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"Que la fuerza te acompañe. El tatuaje, el anillado y la escarificación"

Publicado en el catálogo de la exposición Desnúdate, Museo Téxtil de Terrssa, 2010.


  
La fuerza y el dolor como motor de la indumentaria     Concuerdan los historiadores del vestir en señalar como primera función del traje la de revelar el género: hombre o mujer. Para conseguirlo, y siempre generalizando sobre la historia, el vestido ha tratado de hacer que los hombres parezcan fuertes y las mujeres fértiles. A ellos les ha dado las hombreras, que promocionan su fortaleza física, y a las mujeres cinturones, fajas y sostenes que realzan los atributos de la gestación y la maternidad.
Ahora bien, si miramos hacia el pasado, antes de la invención de la moda burguesa, parece que de cuantas virtudes pueda hacerse acreedora la espacie humana, sólo una de ellas ha contribuido a promover la evolución del vestido: la fuerza. La virtud física, apoyada por su trasunto moral (el valor, la bravura; ambas simbolizadas en la fortaleza física), constituye el ideal determinante de la historia indumentaria porque es la única de entre las virtudes que puede identificarse unánimemente con sólo echar un vistazo al cuerpo humano. Mientras la belleza es discutible y vaga, sometida a cánones cambiantes según el tiempo y el lugar, y la inteligencia no consigue hacerse visible, de la fuerza nos hablan los músculos y su argumento resulta contundente. Acaso por esta razón el hombre nunca ha censurado la exhibición de su torso y ha interiorizado su desnudez como inocua. Simultáneamente, y para eliminar competencia, ha sabido arrogarse esta virtud en exclusiva convenciendo a las mujeres de que su belleza se veía realzada con la debilidad. Lástima para las mujeres que la debilidad no sea una virtud.
La musculación, lograda por el deporte y la actividad bélica, refleja la fuerza del hombre; el tatuaje y las cicatrices, su entereza ante el dolor y su capacidad de autocontrol. Siguiendo esta lógica, el ser humano juzgado más admirable no ha sido otro que el guerrero, aquél que hace gala de su virtud. Como en la construcción de la identidad las personas tendemos a reproducir la imagen de aquellos a los que admiramos, en nuestro deseo de obtener la misma consideración social, el vestido ha imitado, siglo tras siglo, el ideal del varón guerrero. Todas las innovaciones aparecen primero en el traje militar, después son incorporadas al traje civil masculino y finalmente al traje civil femenino.

Dimorfismo sexual: dolor y molestia     Desde el tatuaje primitivo hasta el muy contemporáneo zapato de tacón, la historia de la apariencia humana registra un sinnúmero de invenciones destinadas al adorno doloroso. Dada la persistencia de estos ingenios mortificantes, cuando resulta facilísimo procurarse adornos indoloros e incluso francamente cómodos (piénsese, por ejemplo, en el cabello corto y la ropa holgada), habremos de aceptar la naturaleza masoquista de nuestra especie: algo nos va en el dolor cuando seguimos persiguiéndolo en el atuendo personal.
Me viene a la cabeza, por ejemplo, un comentario frecuente en las bodas occidentales: “Los tacones me están matando”. Esta hipérbole expresa una mortificación autoinfligida y fácilmente soslayable. La necesidad de responder a las expectativas sociales sobre propiedad en el vestir es un argumento que no se sostiene, pues siempre puede encontrarse un zapato al mismo tiempo aceptablemente alto y cómodo. Sólo la voluntad de trasmutar nuestro cuerpo en una imagen de elegancia, belleza o erotismo, o las tres cosas a la vez, justifica convincentemente este tipo de actuaciones.
En gran medida el tatuaje, el piercing y la escarificación desempeñan funciones similares al mortificante zapato de tacón, la sofocante corbata, la incordiante lencería de encaje, etc. El dolor va incluido. Pero mientras una faja o un tacón generan un dolor poco intenso y relacionado con la duración del uso de la prenda (se suele decir “me molestan estos zapatos” más que “me provocan dolor”), el tatuaje y las cicatrices se obtienen a cambio de un dolor muy intenso aunque breve y temporal, que finaliza con la curación de la piel herida.
Siguiendo arquetipos tradicionales de género, cabría decir que las molestias de la ropa y los zapatos pueden simbolizar a la mujer, la cual ya tiene fama de paciente por causa de las molestias menstruales. Nótese que también suele hablarse de molestias menstruales más que de dolores.
Por su parte, el hombre no utiliza adornos ni prendas de vestir tan mortificantes como la mujer, pero se espera de él que, llegado el caso, soporte el dolor con mayor entereza que ella. El tatuaje y las cicatrices decorativas simbolizan perfectamente esa capacidad para soportar el dolor intenso.

Cultura del dolor     A menudo reconocemos que vivimos distanciados de nuestro cuerpo. Se trata de nuestra única propiedad y constituye el único vehículo indiscutible del alma y la identidad. Sin embargo, fumamos y le obligamos a digerir alimentos grasos, café y fármacos. La enfermedad devuelve la conciencia al cuerpo; éste adquiere, entonces, el protagonismo que antes residía en el ego. Pero el efecto no lo produce la enfermedad, sino el dolor, esa particular manera que el cuerpo tiene de comunicarse con la conciencia. Como sostiene Pedro Duque, en un cuerpo sano el dolor nos hace sentir vivos. Y parece evidente que ciertos umbrales de masoquismo nos complacen, porque un dolor leve exalta el cuerpo y su capacidad para sentir, más que herirlo.
En sociedades primitivas la cultura del dolor equivale a la Cultura. Desprovistos de medios que alivien la mayoría de los dolores, el padecimiento educa en la paciencia, la fortaleza y la resignación. Decimos a nuestros hijos que aprender y madurar es una cuestión de sumar experiencias, y que las dolorosas, con frecuencia, acostumbran a ser más aleccionadoras que las placenteras. Se atribuye a Anatole France la máxima “El dolor es el gran maestro de los hombres”.
¿Cómo pueden nuestros hijos, pues, demostrar que son adultos en una sociedad tan protectora? En el primer mundo la violencia y la guerra, otrora hábitat del ser humano, parecen erradicadas. A falta de experiencias traumáticas, los adolescentes han reencontrado unos medios sencillos y baratos de iniciarse en la vida adulta: el tatuaje y el piercing simbolizan su independencia y su capacidad de autocontrol.   

Anillado adolescente y anillado erótico    El origen nítidamente funcional del piercing o anillado (amuletos en zonas abiertas del cuerpo humano para impedir el paso de espíritus malignos; hoy decimos virus y bacterias) no rebaja su atractivo como símbolo. Hombres y mujeres han usado pendientes desde tiempos inmemoriales y en todas las culturas. En el siglo XIX, sin embargo, se convirtió en un signo de salvajismo seguramente por el contacto colonial con pueblos escasamente evolucionados. De la comparación entre lo salvaje y lo civilizado, se fue asentando un claro desprecio hacia esta forma de decoración, relegada a los lóbulos femeninos. Si los jóvenes han recuperado el piercing es precisamente porque repugna a los adultos y simboliza su independencia respecto de los criterios adultos. Es la manera más fácil de evidenciar la escasa influencia que sobre ellos detentan sus padres.
Merecen una mención especial los usuarios del piercing erótico, que no tiene nada que ver con el piercing adolescente. El erótico no puede simbolizar nada sencillamente porque no se ve; pierde su función de bandera de la personalidad porque se localiza en partes del cuerpo que de común se reservan ocultas. En este caso, el piercing recupera un sentido práctico y funcional, aunque distinto de aquél que lo creó; ya no aleja espíritus malignos, ahora se convierte en juguete erótico.
Por fin, hay que señalar que el piercing adolescente goza de una fama de doloroso totalmente inmerecida. Exceptuando casos específicos de anillados en órganos sexuales primarios, el piercing se reduce a un mínimo “golpe de dolor” o efímero pinchazo.

Tatuaje y escarificación, fuerza y valor     Donde no hay mentira ni ahorro de agallas es en el tatuaje y la escarificación. Aunque no se llegue hasta el extremo de incrustar la pintura con pólvora inflamada, el pavoroso método del tatuaje bucanero, ni a introducir materias irritantes en los cortes para aumentar el grosor de las cicatrices, sistema que mejora su aspecto, el tatuaje y la escarificación constituyen las técnicas indumentarias más traumáticas conocidas. Y de ahí su significado. Los tatuajes y las cicatrices ornamentales no pueden entenderse sin la voluntad de simbolizar la fortaleza de quien los exhibe. Como dijimos, esta virtud posee dos naturalezas: una física, que equivaldría a la resistencia, y una psicológica, que equivaldría a la valentía. En efecto, la valentía es algo así como el trasunto moral de la fuerza y ambas pueden simbolizarse de manera indiscutible por medio de tatuajes y cicatrices. Ni siquiera los músculos alcanzan una simbología tan convincente como un tatuaje o una cicatriz. La musculación simboliza bien la fuerza, así como la tenacidad y la disciplina en el trabajo, pero se ve lastrada por la lentitud que imprime a los movimientos y no conlleva ningún atributo de coraje.
La diferencia entre tatuajes y escarificaciones tiene que ver con el color de la piel. La raza negra prefiere las cicatrices porque los tatuajes no resultan vistosos en su piel cargada de melanina.

Funciones     Terminamos enumerando todas las funciones del tatuaje, el piercing y la escarificación que hemos podido encontrar en la bibliografía empleada para la redacción de este artículo. Ahora exponemos aquellas funciones válidas para los tres sistemas decorativos que nos ocupan, pero al final de este apartado se encontrarán también algunas funciones específicas. 
1.                  Trofeos de valor. A lo largo de la historia y en casi todas las civilizaciones se realizan operaciones que modifican el cuerpo con métodos dolorosos para exhibir la bravura de su portador. Se tatúan los piratas, pero también los soldados y hoy los adolescentes que quieren probar al mundo que son adultos porque controlan el dolor. Las marcas en la piel quedan, por lo tanto, como trofeos de un cierto heroísmo de pacotilla, pues no se refiere necesariamente a una gesta, pero heroísmo al fin y al cabo.
2.                  Amedrentar. Ciertamente asustan, o al menos suelen intimidar por su mero aspecto, las personas que añaden a su corpulencia tatuajes vistosos. El tatuaje equivaldría, en este caso, a las pinturas de guerra y cumplirían la misma función de intimidar al adversario. 
3.                  Identidad social. El motivo tatuado te integra en un colectivo social habituado al tatuaje, muy frecuentes en Oceanía. Un tatuaje nos descubre el clan al que pertenece el individuo, si está casado, si tiene descendencia. Con todo, esta función puede trasladarse hasta nuestros días, pues no es lo mismo hacerse tatuar una rosa que una calavera.
4.                  Medicina mágica. Contra los malos espíritus —o sea, contra las enfermedades, que decimos ahora—  que se cuelan por los orificios del cuerpo (oídos, boca, nariz, ano, meato), anillos y sonajas como amuletos para espantarlos. Por otra parte, en El último de los nuba, Leni Riefenstahl explica las escarificaciones como una forma de vacunación que fortalece el sistema inmunológico preparándolo para agresiones peores.
5.                  Apropiación mágica de poderes. En Oceanía, algunas poblaciones primitivas se tatúan delfines en las piernas para adquirir su velocidad natatoria y así escapar de los escualos.
6.                  Amuletos. Jaculatorias, tréboles de cuatro hojas, herraduras, estrellas y distintas imágenes religiosas son tatuadas para propiciar la buena suerte. Por ejemplo, entre los marineros para sobrevivir a las tempestades.
7.                  Expiación de faltas. El tatuaje es una práctica masoquista habitual entre marginales, que se mortifican voluntariamente como penitencia, como reacción al sentimiento de culpa que les produce su vida asocial y delictiva. La mayoría de los delincuentes tatuados se lamentan del sufrimiento que causan a sus seres queridos por su condición de criminales, particularmente el dolor que causan a sus madres.
8.                  Fetichismo, adorno erótico. Incrementar el erotismo de una zona del cuerpo; además de señalarla con un dibujo, anillo o cicatriz, estas intervenciones aumentan su sensibilidad al tacto. El valor decorativo queda perfectamente demostrado si atendemos a un hecho bien significativo: el tatuaje predomina entre personas de pieles claras y la escarificación entre personas de pieles oscuras, que no lucen bien los pigmentos. Sin embargo, parece que los anillos y pendientes gustan y favorecen a todas las razas del planeta. Tanto el tatuaje como la escarificación incrementan la plasticidad del cuerpo, de donde se deduce su valor decorativo y erótico. Se trata, en cualquier caso, de una función derivada (no original), generada por la costumbre unas veces de señalar, otras de ocultar esa parte. Así el fetichismo de los heterosexuales con los pechos femeninos se deduce del pudor que ha descargado sobre ellos nuestra civilización, pero este fetichismo del pecho es desconocido por numerosos pueblos.

BIBLIOGRAFÍA
Buena parte de la bibliografía del tatuaje está ocupada por estudios médicos, psíquicos y criminales. En 1972, G. Font Riera presentó en España una tesis titulada Tatuaje y delincuencia con los resultados de un estudio de 100 casos de prisioneros tatuados. La mayoría de los resultados eran previsibles: casi todos los reclusos tatuados eran jóvenes de entre 20 y 30 años de edad, trabajadores de fuerza y encausados por delitos de latrocinio.  Se tatuaron por afán de imitación, unos en la cárcel, otros en la Legión y en otros cuerpos del ejército. El grueso de los tatuajes se encuentra en los brazos y antebrazos (tatuajes pequeños con nombres de mujer y referencias a la madre), y en las partes altas del tórax (imágenes religiosas). 39 de los 100 reclusos estudiados habían sido catalogados como personalidades psicopáticas, afectados uno de cada tres por un manifiesto sentimiento de culpa. Desde luego, en aquellos años el tatuaje sólo podía encontrarse en varones inadaptados. En el estudio semejante realizado en Brasil por Menton de Alencar Neto se señala, además, la presencia de inscripciones que expresan un claro malditismo: “Soy el hijo de la desgracia”, “Listo para la guillotina”, “Sin fortuna”, “Mal empecé, mal acabaré”, “Nacido bajo una estrella maligna”, “Siempre lo mismo”, etc. En Francia destacan los trabajos de M. Bourgeois, J. C. Dubois-Bonnefond y J. Craven.
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