“La estructura corsé-miriñaque,
soporte donde engastar la castidad” (ARTÍCULO INÉDITO EN PAPEL)
Durante milenios
la mujer ha expresado su dignidad embutiendo juntas sus piernas dentro de un
cilindro o de un hueco hemisferio estructurado sobre una jaula de meridianos.
Todavía en los albores del siglo XXI, aceptados universalmente la minifalda y
el pantalón, cuando la mujer asume un papel en el que necesita un aporte extra
de dignidad, recupera la falda larga y acampanada. La visten las mujeres de
familia real en las recepciones institucionales, cenas y entregas de premios,
pero también menudea entre las mujeres humildes cuando se casan y en algunas
comunidades particularmente interesadas en proyectar una identidad espiritual —caso
de algunas religiosas y judiciales— pero también una imagen de autoridad, a la
que contribuye sobre todo la propia grandeza del atuendo[2].
Nos importa en
este texto relacionar a la mujer con sus históricas jaulas de piernas y tórax (en
adelante “miriñaque” y “corsé”, seguramente dos de las voces más conocidas para
aludirlos[3]) para descubrir su
significado psicosocial, esto es, su razón de ser.
Anticiparé la
conclusión: uniendo hipótesis psicosociológicas y aplicándolas a la historia
del vestir, se puede aseverar que la falda, y muy especialmente la acampanada
con enaguas, al hacer abstracción del cuerpo que desdibuja, elude o exonera, pretendía
disolver la mirada lasciva sobre aquella parte de la mujer cuya propiedad no le
pertenecía y que, en consecuencia, no era “compartible”, en un tiempo y bajo
una estructura social precisos (el patriarcado) en que la mujer ostentaba la
consideración de bien patrimonial destinado al comercio entre un padre y un
marido. En cuanto al corsé, diremos de él que mejora el símbolo de la falda
cúpula al otorgarle mayor visibilidad por contraste óptico y, sobre todo,
compactación e inviolabilidad al disputado y (supuestamente) blando cuerpo
femenino.
El patriarcado privatiza la vulva La
representación de lo humano comienza en la prehistoria con una exultante
representación del embarazo y los órganos sexuales. Las diminutas venus paleolíticas,
nunca mayores que la palma de una mano adolescente, son lo bastante grandes
para que les hayan tallado nítidas vulvas, carnosas y seccionadas, con un grado
de detalle de que carecen otros miembros corporales como las manos y los pies. Por
el contrario, la Ishtar mesopotámica conservada en el Museo Británico, antiquísima
divinidad de la noche y el sexo, pese a sus cuarenta y pico centímetros de
desnudez, carece de vulva. Estas figuras bien pueden representar el antes y después
de una etapa poco conocida —el neolítico— en la que nuevas estrategias económicas
(la producción complementa a la depredación) y sociopolíticas (el igualitarismo
cede a la aristocracia patriarcal) asentaron un nuevo estatus para la mujer, el
cual conllevó, entre otras actuaciones, la ocultación pública de su órgano
sexual primario[4].
La vulva imaginaria tiene piernas Convertidas en
objetos de intercambio, cosificadas como sellos de alianzas familiares, tribales
y estatales, se dotó a las casaderas de actitudes que convenían a la paternidad
observante: el decoro y la castidad, emanaciones psicológicas sintomáticas de
una nueva relación con los genitales: el pudor. Éste fue teologizado mediante
fábulas ejemplarizantes (Adán y Eva, Diana y Acteón), traducido a la moral del
desnudo (se prohibió la desnudez genital en los varones y la general en las
hembras) y aplicado a la hechura de los vestidos: faldas hasta la rodilla para
los hombres y faldas talares para las
mujeres[5].
Pero ¿no es más
corta una vulva que un pene? ¿Por qué precisa, entonces, una falda más larga?[6] Quizás la explicación la
hallemos en la figura imaginaria de la sirena, según la reveladora descripción
de Marc-Alain Descamps: “la mujer que no está partida en dos por abajo, cosa
que hace fantasmagóricamente el vestido, ocultando esa raja”[7]. El foco del deseo
coincide con la cerradura que el patriarca necesita blindar: cualquier vistazo
a las piernas, pies incluidos, trae a la memoria la naturaleza bípeda y bífida
de la mujer. Dicho de otro modo, el órgano sexual imaginario del varón coincide
con el órgano sexual fisionómico; por el contrario, el órgano sexual imaginario
femenino abarca la mitad de todo el cuerpo de la mujer y comprende, como una
gran tijera, desde las nalgas y el pubis hasta los dedos de los pies[8]. De ahí que en años
recientes el pantalón en la mujer expresara la superación del patriarcado.
Munificente abeja reina Los símbolos tienden a ser reducciones
figurativas de aquello que simbolizan. ¿A qué órgano de la mujer se parece una
falda inflada? La imagen de la abeja reina se nos presenta cuando buscamos
analogías. La falda globosa entendida como una inmensa incubadora. Una leyenda
afirma que el origen del verdugado español está en la pretensión de Juana de
Portugal de esconder sus embarazos ilegítimos[9]. En ese mismo siglo era
moda en Borgoña la ocultación de cojinetes bajo el brial y sobre el vientre
para simular que se estaba encinta. En España, el término “guardainfante”,
aplicado en especial a los miriñaques de moda en la corte de Felipe IV, insiste
en la idea del ahuecador faldero como bolsa matricial que publicita la potencia
gestora de la mujer.
El corsé mejora el símbolo Ante un símbolo de la dimensión física y
connotativa de la falda acampanada, el corsé no puede representar más que un
apéndice destinado a ensalzar la monumentalidad del símbolo principal, pues en
efecto la volumetría de la falda campana alcanza toda su contundencia cuando se
la opone a un torso angosto. Pero el símbolo principal, original y originador
del corsé, es siempre la falda.
De hecho, la
falda larga es mucho más antigua que el corsé. El pudor no posa su quemazón
sobre el busto de las mujeres del III mileno AEC ni en Menfis ni en Ur, y el
primer corsé propiamente dicho no aparece hasta la mitad del segundo milenio,
en Creta, para expandirse después por Grecia continental hasta su desaparición
unos setecientos años después[10]. La extinción del corsé
no supondrá la de la falda. Tanto por su aparición posterior a la falda, como
por su variable presencia en la historia, podemos deducir en el corsé un
símbolo secundario de la gestación.
El corsé patriarcal y… ¿opresor?[11] Que el corsé
constituye un símbolo inequívoco de la relación patriarcal hombre-mujer no debe
ponerse en duda. Una mujer que no lo vistiera no era vista como respetable
porque el corsé, al configurarla como persona bella y sexualmente respetable,
instituía su lugar en la civilización. No puedo imaginar un principio más
patriarcal que este encasillamiento de la mujer como objeto bello destinado a
una función sexual y su obligación de ejercer como tal.
Sin embargo, la
adjetivación del corsé como “opresor” que nos brota casi naturalmente en el
siglo XXI desde nuestros prejuicios de libertad vestimentaria apenas se
sostiene. Según el sociólogo David Kunzle, la demonización del corsé como
tortura constrictor y debilitador de la salud[12], fue obra principalmente
de varones conservadores y puritanos cuya preocupación esencial radicaba en el
buen desarrollo del feto; y suele ignorarse que entre sus grandes partidarias
se contaban numerosas mujeres emancipadas y en posesión una vida sexual
asertiva[13].
Es verdad que en la compresión del torso confluyen dos aspectos que pueden
interesar a algunas mujeres: primero, el gozo de cierto erotismo muscular[14], y segundo, como
observamos por ejemplo en las artistas pop de la estela de Madonna, la
seducción por el exhibicionismo de un artículo que por su rigidez y su
cordonadura puede suscitar fantasías fetichistas.
Final conclusivo El miriñaque y el corsé, que unidos
configuran casi una jaula con volumetría de botella, arman con tensas ballenas,
estilizan y monumentalizan, sacralizándola, aquella parte de la mujer que
instituía su valor en la sociedad patriarcal. Con miriñaque y corsé, el vasto
órgano sexual femenino, susceptible de abarcar imaginariamente desde los pechos
hasta las uñas de los pies, se presentaba al pretendiente (al mejor postor) engastado,
igual que una perla se engasta en una joya. El corsé reforzaba el símbolo de la
propiedad masculina de la mujer. Superado el patriarcado, uno y otro pueden
servir a la mujer más allá de la sombra de la opresión: el miriñaque proyecta
un mensaje de dignidad y autoridad, y la remunera con cálidas sensaciones
narcisistas, mientras el corsé puede incorporarse al juego erótico por las
connotaciones fetichistas del acordonamiento y la prolongación del proceso
mismo de desnudarse[15].
[1] Flügel,
John Carl, Psicología del vestido, Buenos
Aires: Paidós, 1964, pág. 36.
[2] El beneficio inmediato que proporciona
cualquier prenda de vestir cuya finalidad plástica sea aumentar la dimensión de
quien la porta consiste en la extensión del yo corporal: nos sentimos mejor
porque ocupamos más espacio, nos sentimos más grandes porque somos más grandes.
Esta es la relación psicológica esencial entre autoestima, dignidad y grandes
prendas de vestir, cualesquiera que estas sean: grandes sombreros, ampulosos
abrigos, hinchadas faldas, tacones. Según Flügel, la primera formulación clara
y explícita de la extensión del yo corporal este motivo esencial del uso de
ropas, se debe a Hermann Lotze (Microcosmus, 1896). “Es esencialmente un
motivo psicológico, y reducido a sus términos más simples consiste en que la
ropa, aumentando de un modo u otro el tamaño del cuerpo, nos da una sensación
de mayor poder, de una mayor extensión de nuestro yo corporal, cosa que, en
última instancia, nos permite ocupar mayor espacio (…)” (Flügel, Ob. Cit., pág. 36).
[3] Centurias de
ahuecadores falderos y jaulas torácicas han sedimentado un léxico abundante:
verdugos (aros de mimbre para coser sobre la falda, siglo XV), verdugado
(enagua interior inflada con verdugos cosidos, siglos XVI y XVII; sinónimos:
sacristán y tontillo, en los siglos XVII y XVIII; crinolina en el XIX, cancán
en el XX), guardainfante (estructura de ballenas unidas por cintas que engrosan
las caderas, siglo XVII; sinónimos: canastos, siglo XVIII), polisón (cualquier
infraestructura que incremente el volumen en las nalgas, siglo XIX).
Compresores de la cintura y el pecho: cartón de pecho (sinónimos: tablón,
tablillas, siglos XVI y XVII), cotilla, siglo XVIII (sinónimo: corsé, siglos
XIX y XX).
[4] Por descontado imaginamos que en el
tiempo de las venus primitivas la vulva se exhibía sin pudor (de ahí que
también se represente) como sucede entre las mujeres de tribus primitivas
supervivientes.
[5] Aunque el pudor sobre los genitales se
generaliza ya en la Antigüedad para los dos sexos, su aplicación carece de
simetría, particularmente en las regiones mediterráneas. Mientras el mito de Adán
y Eva promueve el pudor en los dos sexos (y en coherencia, son raras las
representaciones de desnudos en Mesopotamia y Levante), el mito de Diana y
Acteón apenas se refiere al pudor
femenino. En coherencia, merece compararse la composición extrovertida,
expansiva, de los desnudos masculinos clásicos (por ejemplo, el Apolo de
Belvedere), con la composición centrípeta de la estatua inmortal de Praxiteles.
Todo sobre las razones de su pudor en: Havelock,
Christine Mitchell 1995, The Aphrodite
of Knidos and her successors, University of Michigan, 1995.
[6] La pregunta es más lógica y pertinente
de lo que parece a primera vista. Solamente entre los semai de Malasia la
pampanilla o taparrabo es más largo para los hombres que para las mujeres. Los
semai son un pueblo extraordinario por su igualitarismo de género y mucho más
por su facilidad para entablar relaciones sexuales con cualquier persona que
las demande, cosa que hacen simplemente porque no quieren ofender al demandante
(Cf. Williams-Hunt, Peter D. R., An
Introduction to the Malasyan Aborigenes, 1952, pág. 51). Ante un adulterio
positivo y moral, el hilvanado de hipótesis de mi artículo pierde el sentido.
[7] Descamps,
Marc-Alain, Psicosociología de la moda, Buenos
Aires, Paidós, 1979, pág. 65.
[8] Igual que en el imaginario la división
de la vulva puede prolongarse a lo largo de las piernas, también el falo puede
sublimarse a otras partes del cuerpo, en concreto, a la musculación abultada y
tensa del pecho, los brazos, las nalgas y las piernas, particularmente en
sociedades homoeróticas. Léanse las explicaciones sobre los genitales minúsculos
de las estatuas griegas aportadas por Stewart,
Arnold, Art, desire, and the human body
in ancient Greece, Cambridge University Press, 1997, pág. 94 y ss.
[9] “Reinaba entonces en Castilla el
enfermizo Enrique IV, que la Historia conoce con el sobrenombre de El Impotente. Su esposa, Juana de
Portugal, censurada por sus contemporáneos a causa de sus libres costumbres, no
se resignó a la fidelidad conyugal con semejante esposo. Ya había nacido su
primera hija, la famosa Juana la Beltraneja, cuando en 1468 la reina quedó encinta
de nuevo. Fue entonces, según cuenta el cronista Alonso de Palencia, cuando la
reina, para disimular su nuevo embarazo, inventó un traje con amplia falda
armada sobre rígidos aros”: Carmen Bernis
(Trajes y modas en la España de los Reyes
Católicos, Madrid: CSIC, I, pág. 38; según Palencia,
Alonso, Crónica de Enrique IV, Madrid,
Colección de escritores castellanos, 1902, II, p. 172).
[10] Éste sería el corsé más longevo de la
historia, si realmente pudiéramos certificar la continuidad de su uso entre la
civilización minoica y la Hélade geométrica, entre 1.500 y 600 AEC
aproximadamente.
[11] En este apartado trato
de resumir el encomiable capítulo “The Corset Controversy” contenido en el
libro que mejor compendia el interminable debate sobre el corsé: Ewing, Elisabeth, Dress and Undress: A History of Woman’s Underwear, Londres:
Bibliophile, 1978, págs. 161-191. No existe prenda de vestir que haya sido
objeto de tanto debate ni que comenzara en fechas tan tempranas. Ya en la
década de 1860 la revista The
Englishwoman’s Domestic Magazine lo inició entre sus suscriptoras a quienes
solicitó que redactaran sus opiniones
sobre el corsé a fin de publicarlas en su sección de correspondencia.
[12] Las listas de enfermedades y
deformidades provocadas por el corsé publicadas en el siglo XIX,
particularmente la escoliosis dorsal y la tuberculosis (“consunción”), carecen
de credibilidad para los médicos del siglo XXI (Ewing, Op. Cit., págs. 167-169). Y todavía usamos corsés terapéuticos, a
los que llamamos comúnmente “fajas”.
[14] “Erotismo muscular”, concepto referido
al placer ocasionado por la presión sobre los músculos, como la que ejerce un
masaje.
[15] Ewing, Op. Cit., pág. 175.
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