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La bailarina, ideal femenino romántico




PRIMERA PUBLICACIÓN: Pena González, Pablo, "La bailarina, ideal femenino romántico", Cairón, Universidad de Alcalá, nº 6, 2000.
SEGUNDA PUBLICACIÓN: Pena González, Pablo, La moda en el Romanticismo y su proyección en España, Ministerio de Cultura, 2008.





Ideal femenino: la sílfide


En 1856 El Correo de la Moda recomendaba a sus lectoras:

"Hasta los veinticuatro años nos es permitido un traje que nos envuelva en una nube de gasas y de tules; hasta esa edad nos es lícito transformarnos en hadas o ninfas, pero en llegando a los veinticinco, ya es imprescindible vestirse como una mujer"[i].

Gasas, tules, hadas, ninfas... ¿Podía una mujer decimonónica transformarse en hada? Creo que esta redactora de modas está recomendando a sus lectoras más jóvenes que se vistan como las bailarinas. Indicios razonables que se sustentan en los siguientes hechos:

1º. La relevancia social de la bailarina en el Romanticismo. La Taglioni, la Grisi, la Cerito, la Elssler, incluso la Pavlova. En los oídos de multitud de personas, sin necesidad de que sean aficionadas al ballet, resuenan todavía los nombres de las grandes bailarinas del siglo XIX. Como la ópera, el ballet “culto” tuvo su gran época en el siglo XIX y ejerció sobre los espectadores, que entonces sí eran legión, una gran influencia cultural que se materializó en la conformación de un ideal femenino encarnado por las bailarinas, adoradas como auténticas estrellas, del mismo modo que hoy las jóvenes emulan con sus ropas a las divas del pop. Así opinan, por ejemplo, Arnold Haskell[ii] y Cristina Alejandro, quien recuerda la competitividad entre las bailarinas por ganarse al público y el empleo de sus nombres como reclamo[iii]. Juzgamos sintomático que las revistas ilustradas del XIX anuncien las visitas de las grandes bailarinas[iv].

2º. El ideal femenino romántico –damisela candorosa, pajarillo débil y espiritualmente sensible– concuerda perfectamente con los personajes más populares del ballet romántico: hadas, ninfas, ondinas, reinas-cisne, wilis y heroínas lánguidas. Como apunta Serge Lifar, este ideal de bailarina influyó considerablemente en la elección de las danzas y en el carácter del libreto[v]; se multiplicaron los personajes sobrenaturales y junto con ellos el vestido sílfide, el cual, por sus características formales, blanco y esponjoso, se fue difundiendo por todos los teatros hasta devenir primero el símbolo del ballet romántico, y después el traje de ballet por antonomasia[vi].



3º. Función matrimonial de los bailes civiles. Éstos constituían la principal afición ociosa del Romanticismo, pero, sobre todo, los bailes estaban enfocados como ámbitos para que los jóvenes trabaran alianzas matrimoniales, de modo que en ninguna otra ocasión nuestras antepasadas se arreglaban con tanto esmero ni empeñaban tanto cuidado en ejemplarizar ese ideal romántico que acabamos de exponer. Creo que por este motivo, los trajes de baile del Romanticismo se parecen tanto a los vestidos de ballet.

4º. Sublimación del desnudo femenino al vestido sílfide. Según los estudios psicoanalíticos, los tejidos de baja densidad, gasas y encajes, los favoritos en el ballet, simbolizan la vagina, mientras que los elementos rígidos del vestido pueden ser entendidos como sustitutos fálicos[vii].


La sílfideEn 1832 Maria Taglioni estrena La Sílfide con un conjunto indumentario destinado a convertirse en el traje característico de la bailarina: tutú y corpiño blancos, la sílfide. Lamentablemente, desconocemos el autor de este traje universal. ¿Fue Eugène Lami?[viii]



Con los brazos desnudos y las piernas libres, las extremidades se despliegan: los brazos se estiran para volar y los pies se levantan sobre sus puntas para ascender al cielo. Se aspira a lo sublime y el objeto del ballet es la espiritualidad, la desmaterialización. El vestido, sometido al ballet, responde a tal finalidad: el corpiño ajustado al tórax como un guante confiere a la danzarina delgadez y fragilidad; la enagua de muselina, centrífuga y esponjosa, la ligereza de la brisa; el blanco, por su antigua simbología, pureza y candor[ix], y las zapatillas reciben un relleno de algodón que facilita la danza en puntas[x], necesaria para la ascensión de los etéreos personajes que han venido a poblar el ballet:

"En los años treinta la falda blanca de ballet estaba sobre todo asociada a los seres sobrenaturales típicos del ballet romántico (sílfides, náyades, espíritus, y encarnaciones de mariposas o flores) y se añadían al traje alitas, algas, corales, estrellas y atributos similares para sugerir las características naturales del personaje"[xi].



Este es el traje de La Sílfide y de Giselle, el que procura al ballet su atavío característico, pero no supone, a pesar de liberar los miembros del cuerpo para facilitar el movimiento, un avance coherente con las ideas modernizadoras de Noverre: “Rechazo la uniformidad en el vestuario”[xii]. En cierto modo, la sílfide viene a ocupar el lugar dejado por el traje a la romaine y el tonnelet, y merece un trato similar: la caracterización de los personajes, ahora más que nunca, se mantendrá supeditada a una estructura indumentaria estándar[xiii]. Por ejemplo, no importa que se represente a una andaluza o a una diosa griega, la sílfide impone su estructura y los caracteres nacionales se reducen a breves citas simbólicas: un volante de blonda negra basta para representar a una gaditana, y una orla de grecas cumple para una griega.



Pero el traje sílfide debe ser reconocido especialmente por su influencia sobre dos campos sociales. Primero, en este traje hallamos al primer responsable gracias al cual los bailarines y las bailarinas –y luego con ellos los deportistas– se van a desenvolver en ropa interior sin ultrajar los dictados del pudor, hecho sin precedentes. Resulta obvio que el corpiño de la sílfide se asemeja a los corsés de la época y que lo mismo rige para la falda, al fin y al cabo, unas enaguas. Y si lo que decimos es ya bastante notable, no es menos curioso que semejante atuendo permita la exhibición de las piernas femeninas ¡en la época de la reina Victoria![xiv] Más aún, antes de terminar el siglo XIX la falda campana se fue reduciendo hasta quedar confinada en una nube de tules que no cubría más allá de la cadera. (Merece la pena recordar que el tutú original era en realidad una falda pantalón, con una breve costura oculta para evitar mayores exhibiciones.)

Segunda influencia, de mayor envergadura social: este nuevo traje específico y la propia bailarina devinieron para sus contemporáneas un modelo a imitar. Cuando un elemento de la cultura material se asienta en la historia, caso de la sílfide, esto sólo puede deberse a que la sociedad lo identifica con una serie de valores que encajan con su idiosincrasia. La bailarina con sílfide, la bailarina romántica, se constituye después de 1832 en ideal femenino y como ella, la mujer habrá de afectar candidez, fragilidad y ligereza. Canon físico (cintura estrecha, pecho y caderas amplias) pero sobre todo espiritual. Más que ligereza, gracilidad, fragilidad. Hacer profesión de belleza: tal era la función principal de la mujer en el mundo.

El canon romántico no buscaba la esbeltez que tantos estragos ha causado en nuestro siglo[xv]. De hecho, las mujeres no realizaban ningún ejercicio físico salvo las salidas a misa y el paseo diario. La debilidad y la enfermedad, frutos de tales hábitos, sin embargo, se convirtieron en ideales de belleza. A menudo las jóvenes afectaban una languidez que no se correspondía con su estado de ánimo. La felicidad era cosa de disimularse, un efecto contradictorio para un alma vulnerable entregada de modo exclusivo al padecimiento. Recordando a las damas románticas, Figueroa exclama con socarronería: “¡Pobrecitas las que tienen la desgracia de ver sin impertinentes! ¡Qué vulgaridad!”[xvi]. El repaso que el editor de El Pénsil del Bello Sexo nos ofrece de la debilidad de las mujeres, resulta verdaderamente debilitador:

"Por lo que respecta al físico, os veo cual vosotras os veis, es decir, hermosas y débiles; llenas de gracia cuando no sois bellas, y de algo que se asemeja a la gracia cuando pasó la edad de ser graciosas; pero débiles siempre, amigas mías; siempre necesitadas del amparo que os deben de justicia los fuertes. Nacida la mujer para compañera del hombre, y este para compañero de aquella, ¿quién debe ser el jefe, el presidente de esa asociación necesaria? Los dos no pueden serlo, es imposible. ¿Lo será la del cabello largo, la de tez sonrosada y purísima, la de rasgados y vivaces ojos, la de pequeña boca y lindo pie, la de voz delicada, pulso débil, miembros hechos a torno, seno turgente, frágil vigor, salud sujeta a duda? Ah! vosotras sabéis que la cuestión no es en esta parte dudosa; pero queréis un guía, no un tirano; un verdadero protector, no un déspota... ¿Y qué fuerte merece el nombre de tal, cuando lo es a costa del inerme?"[xvii]



La de “salud sujeta a duda”, ésa es la mujer romántica. La ópera mejor que el ballet corrobora que la mujer del siglo XIX es creída y querida débil: ¿cuántos personajes femeninos del repertorio romántico se desmayan en algún momento de la representación? El argumento de la ópera romántica media se reduce a lo siguiente: el tenor y el barítono se enfrentan por intereses de estado y porque aman a la misma mujer. Aunque puedan concurrir varios hombres (tenor, barítono, bajos), de ordinario interviene un sólo personaje femenino, la soprano, de modo que el espectador perciba multiplicada su impotencia ante el vapuleo a que la someten los hombres que la rodean. Este sadismo sobre la mujer que caracteriza a los argumentos románticos procura credibilidad a los desenlaces trágicos. Débil y lacerada, la heroína pierde la razón y la vida. Lucía de Lammermoor perece enajenada, prometida a Edgardo, con quien no ha podido llegar a casarse; Giselle es una wilis, una muerta antes de conseguir el amor anhelado por el matrimonio, el trasunto espectral de Lucía.



El traje de sociedad¿Cuál fue la principal influencia sobre la evolución formal del traje femenino? Apostamos por el traje de sociedad o traje de baile, reforzado por la sílfide del ballet.

Analizando figurines de moda del Romanticismo pronto se cae en la cuenta de que los vestidos de baile de las damas burguesas se parecen sospechosamente a los del ballet. Estos grabados nos confirman la asimilación de la sílfide por medio de vestidos de material y color idénticos, y de silueta bien semejante. Apenas se modifican las hechuras de los vestidos de baile burgueses entre 1833 y 1865. Un cuerpo ajustado con manga corta o simplemente tirantes oculta un agresivo corsé que constriñe la cintura para subrayar, por contraste visual, la generosidad de la falda acampanada, muchas veces cimbrada con miriñaques o tejidos crinolizados (crinolinas). Se prefieren los materiales poco densos, a buen seguro para que la falda dance por sí misma, se abra y vuele, cuando baila su portadora: barés, muselinas (la famosa chaconada), crespón, fular, gasas, tules; todos ellos realizados principalmente en blanco (a lo sumo, colores pastel muy pálidos) guarnecidos de encajes transparentes. Por fin, pueden igualmente rastrearse por las revistas distintos arreglos indumentarios del Romanticismo cuyo nombre proviene del ballet. Existió, por ejemplo, un corte de vestido guarnecido con tres volantes denominado “traje a la sílfide”[xviii]; el fichú Céfiro[xix], en recuerdo del ballet Flora y Céfiro; e incluso un peinado a la Fuoco, en honor de Sofía Fuoco[xx].

Estos trajes de baile eran denominados más comúnmente “trajes de sociedad”, aunque respondían también a otros apelativos: traje de salón, traje de teatro, traje de ópera... Nos decantamos por la locución “traje de sociedad”, especialmente porque se adecua mucho mejor que las demás a la verdadera función del vestido de baile de las jóvenes románticas: el ejercicio de la sociabilidad, el darse a conocer, el exhibirse para captar novio. La función para que desde pequeña era preparada la mujer se consumaba en sociedad y generalmente bailando. No debe extrañarnos entonces que los trajes de baile ocuparan el grueso de las publicaciones de modas del Romanticismo: "El traje de baile, carísimas lectoras, es la piedra de toque de la mujer: de su buena o mala elección dependen los triunfos o su desprestigio en los centros de buen tono[xxi]".

Convención artificiosa la del baile burgués, pero sobre todo teatral, donde la mujer conquistaba toda la atención como una bailarina en su primera salida: “Los salones encienden ya sus primeras bujías y abren ancho campo a vuestras conquistas, bellísimas lectoras; preparaos a hacer vuestra entrada triunfal”[xxii]. Un grabado de modas de 1847 reproduce el momento en que una señorita se arregla en su gabinete, pero asimismo recuerda a una bailarina o una diva de la ópera en su camerino.

¿Cómo conoció a su marido? “Bailando”, respondería una dama. No se daba otra situación social en la que tanto él como ella se encontraran predispuestos a intimar. Es probable que alguna pareja llegara a conocerse al salir de misa, o que fueran presentados en alguno de esos famosos paseos por el Bosque de Bolonia, en París, o por el Prado, en Madrid, pero la primera toma de contacto íntima sólo tenía lugar mediante el baile. Así las cosas, una mujer elegante del siglo XIX que deseara prosperar en la vida, es decir, casarse, tenía que acudir al teatro, a la ópera, a los salones, a cualquier lugar dispuesto para el baile, aún a riesgo de perder la vida:

"El baile, al cual era muy apasionada, fue causa de su muerte a los dos meses que yo vivía con ella. Una pulmonía fulminante le arrebató del mundo en cuatro días[xxiii]".



La muchacha se ponía un traje de baile, un “vestido de sociedad”, y, tratando de arreglarse conforme al ideal femenino, de forma inconsciente o no, se vestía de bailarina.

La pregunta fundamental: ¿por qué el vestido sílfide y no cualquier otro? Creo que se debe a una combinación extraordinariamente feliz de silueta, materia y color.

Por un lado, el vestido sílfide anticipa y respalda la moda femenina del Romanticismo, descrita a veces con la metáfora visual del reloj de arena: cintura de avispa entre dos volúmenes semiesféricos, el tórax de pecho enfatizado y las caderas. A partir de 1830 el vestido femenino abandona definitivamente la línea imperio que sujetaba la caída de las faldas rectas bajo el busto; el talle desciende hasta la cintura y reaparece el corsé para eliminar su grosor. Esta silueta coincide con la del coetáneo vestido sílfide. En él las mujeres del Romanticismo encontraron un ideal de silueta de moda al que ya habían comenzado a aspirar y que el ballet, con toda la fuerza moral del arte, reforzó y legitimó.

Por otro, la peculiar textura de los tejidos sin peso –tarlatana, gasa, muselina, tul, encaje–, especialmente nítida cuando se tiñen de colores claros. El vestido sílfide no hubiera encontrado la misma acogida en el siglo XVIII. Quizás hubiera complacido su silueta, pero su textura visual habría pasado desapercibida ya que en aquel tiempo hombres y mujeres compartían los mismos tejidos, colores y ornamentaciones. Fue necesario que a finales del siglo XVIII el hombre abandonara la ornamentación preciosista en su atuendo y se impusiera los tejidos más oscuros y rígidos para que la sílfide adquiriera todo el valor simbólico que lo convirtió en un fenómeno cultural del Romanticismo. Frente a la simbología de las aristas, las simbología de los curvilíneo. Se configuraron dos trajes diametralmente opuestos para el hombre y la mujer, y una simbología sexual complementaria. El masculino era negro, duro y tieso; el femenino, identificable con el vestido de ballet, blanco, suave y esponjoso. Cuando una mujer se ponía un traje de sociedad, asumía el ideal espiritual de los personajes etéreos del ballet, pero sobre todo se cargaba de materiales dúctiles y retorcidos que hacían propaganda de aquello que ocultaban y que sólo el marido tenía derecho a ver.

¿Cuándo resultaba más hermosa una mujer, más consciente de su propia belleza?, ¿cuándo encajaba mejor en el papel para el que había sido educada? Cuando se ponía trajes “de sociedad”.
El ballet demostró a los espectadores del siglo XIX que las mujeres resultaban especialmente hermosas vestidas de bailarinas. Simplemente, hemos intentado descubrir la profundidad del atributo “hermosas”: ligeras, gráciles, frágiles, un tanto extraterrenales, algo así como un hada, la misma que más de un siglo después todavía inspira una buena parte de los vestidos de novia. Este hecho resulta fundamental para quienes estudiamos la evolución del vestido romántico y nos permite afirmar que entre todos los trajes civiles del siglo XIX, el traje de sociedad se erigió en el traje dominante, es decir, aquel vestido donde una civilización deposita su fantasía, y, por consiguiente, el traje donde son experimentadas todas las innovaciones antes de asimilarse al traje de calle. Bien podía decir una redactora de El Pénsil del Bello Sexo en 1845:
El invierno es la estación favorita de la moda. Época de bailes, de soirées, de conciertos, de espectáculos, en ella es donde ejerce un verdadero imperio y donde se ostenta diversificada bajo mil distintas formas[xxiv].

[i] Ídem, nº. 146, 16/I/1856, p. 16.
[ii] Haskell, A., Going to the ballet, Harmondsworth: Penguin Books, 1954, p. 16.
[iii] Alejandro, C., “Las bailarinas en tiempos del ballet romántico”, en el catálogo de la exposición El ballet romántico (1830-1870), celebrada en la Sala Torreón Fortea de Zaragoza, Zaragoza: Ayuntamiento, 1992, p. 12.
[iv] Por ejemplo: Guy Estéphan en El Museo Universal, nº. 3, 15/II/1858, p. 24; y Olimpia Priara en la misma publicación, nº. 17, 15/IX/1857, p. 136.
[v] Lifar, S., La danza, Barcelona: Labor, 1973, p. 63.
[vi] Cf. Balanchine, George, y Mason, Francis, 101 argumentos de grandes ballets, Madrid: Alianza, 1995, p. 163.
[vii] Cf. Flügel, J. C., Psicología del vestido, Buenos Aires: Paidós, 1964, pp. 24 y ss.
[viii] La Biblioteca Nacional de Francia atesora diversos figurines elaborados por Eugène Lami, pero entre ellos no se cuenta el el boceto preciso de la sílfide. ¿Lo diseñó Lami o fue una idea de la Taglioni? El investigador Carlos Fisher fue incapaz de obtener alguna corroboración de la familia Lami. Escribió que si bien Eugenio Lami tenía costumbre de hablar a todos sobre su pasado y la Ópera de París, nunca decía lo más mínimo sobre la invención del tutú, del cual, si realmente fuera el autor, tendría que sentirse orgulloso (Les costumes de l’Opera, cit. Guest, I., The romantic ballet in Paris, Londres: Dance Books, 1980, p. 117, n. 5).
[ix] La simbología del vestido blanco parte de la túnica bautismal. Cf. Peterson, E., Tratados teológicos, Madrid: Los Libros del Monograma, 1966, , p. 226.
[x] Haskell, Ob. Cit., p. 15: “La danza de puntas significa ligereza y vuelo”. Según Gautier, las puntas permiten a la bailarina “caminar sobre los cálices de las flores sin doblar los tallos” (cit. Lifar, Ob. Cit., p. 148). Por otra parte hay que reconocer que este traje no fue tan gran novedad sino una variante de los que ya se habían visto en escenificaciones de La Sonámbula y Flora y Céfiro. Según Guest (Ob. Cit., p. 117) lo realmente novedoso de la sílfide fue su absoluta simplicidad, que lo hacía perfecto para vestir seres espirituales.
[xi] Beaumont, Ob. Cit., p. 23. Todavía no se bloquean las puntas de las zapatillas.
[xii] Cit. Ídem, p. 18; Cf. Noverre, Jean Georges, Lettres sur la danse et sur les ballets, 1760.
[xiii] Los interesados en el vestido sílfide deben consultar el magnífico libro de grabados de danza de Binney, E., Glories of the romantic ballet, Londres: Dance Books, 1985.
[xiv] Ninguna otra palabra podía despertar mayores rubores. En Inglaterra, por ejemplo, la palabra que designa tanto pierna como pata (leg) nunca se podía pronunciar y se esquivaba con el término limb (“miembro”), aunque se estuviera hablando de las patas de un piano. Tampoco resultaba decoroso mencionar la cama, de manera que la gente “se retiraba a descansar” pero de ningún modo si iba a la cama (Laver, J., The age of optimism. Manners and morals 1848-1914, Londres: Weidenfeld and Nicolson, 1966, p. 40). La connivencia del vestido y del desnudo parcial (las piernas) no traspasó el ámbito ficticio de los escenarios. En ningún caso podía una dama exhibir sus piernas. ¿Por qué sí podía una bailarina? ¿Cómo explicar esta doble moralidad? Una vez más el arte vino a reconciliar a sinceros e hipócritas. La desnudez manifiesta de las bailarinas superaba todas las censuras en razón del más inefable de los ideales románticos: el Arte. Cf. Bologne, J. C., Histoire de la pudeur, París: France Loisirs, 1986, p. 326 y ss..
[xv] Soldevilla, Ob. Cit., pp. 39-40.
[xvi] Figueroa, A., Modas y modos de cien años. Madrid: Aguilar, 1966, p. 71.
[xvii] El Pensil del Bello Sexo, 23/XI/1845.
[xviii] El Correo de la Moda, nº. 12, IV/1852, p. 191.
[xix] Ídem, nº. 201, 8/IV/1857, p. 72.
[xx] La Elegancia, 1856, nº. 18, p. 137.
[xxi] El Correo de la Moda, nº. 146, 16/I/1856, p. 16.
[xxii] Ídem, nº. 236, 30/XI/1857, p. 352.
[xxiii] J. A. X., Historia de un miriñaque, en La Mariposa, nº. 19, 5/II/1867, p. 7.
[xxiv] El Pénsil del Bello Sexo, 21/XII/1845.

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