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El vestir en el pensamiento decimonónico


PUBLICADO en Pena González, Pablo, La moda en el Romanticismo y su proyección en España, 1828-1868, monografía. Ministerio de Cultura, 2008, capítulo 1, Parte Primera.



Desde finales del siglo XVIII los intelectuales empezaron a recordar el vestido en sus pensamientos. En las edades medieval y moderna la indumentaria apenas había constituido esa diana favorita de las diatribas moralistas cuyo limitado horizonte convertía a los atuendos en vergonzantes testimonios de la vanidad humana, más o menos un mal oneroso al que nos arroja nuestra fatuidad. Ya no será así: Hegel, Kant, Comte y Carlyle proporcionaron nuevos enfoques y argumentos para ensalzar las virtudes sociales y morales del vestido. Con ellos, el vestido devino sinónimo de civilización y honorabilidad.

1. Traje: signoPrimero, y sobre todo, la indumentaria se reconoció finalmente como sistema de signos. Para Hegel la relación entre el cuerpo y el vestido se sitúa en el plano de la significación: el cuerpo carece de ella y el vestido se revela, entonces, nuestra tarjeta de identidad previa a la interrelación dialéctica[i], pues a través de los signos del vestir las personas deducimos diversas características de su portador, tales como el sexo, la edad, la posición social e incluso la función en el caso de los uniformes. En suma, el traje constituye un enunciado icónico cuyo contenido es: yo. Lo deducimos del siguiente pasaje en que reflexiona sobre los ropajes de las esculturas:
No debemos, en general, lamentar que nuestro sentimiento de las conveniencias se atemorice por exponer personajes enteramente desnudos; porque, si el traje, en vez de ocultar la actitud del cuerpo, la deja vislumbrar perfectamente, no hay nada perdido. El ropaje hace resaltar la actitud, por el contrario; y en este respecto, es preciso considerarlo como una ventaja, en cuanto nos priva de la vista inmediata de lo que, como puramente físico, es insignificante, y sólo nos muestra lo que está en relación con el movimiento[ii].

La función del traje es la comunicación, que aquí Hegel denomina expresión del espíritu:
Cubre lo superfluo de los órganos que, sin duda, son necesarios para la conservación del cuerpo, para la digestión, etc.; pero superfluos para la expresión del espíritu[iii].

También Honoré de Balzac se ajustó a esta idea al afirmar: “El vestido es el más enérgico de todos los símbolos” [4].

Estos escritores nos parecen hoy precursores de la semiología moderna que ha convertido al vestido en uno de sus fetiches para el estudio del significado de los objetos cotidianos. Para Umberto Eco, el vestido es un código por encima de cualquier otra consideración:

"Hay casos en que el objeto pierde hasta tal punto su funcionalidad física y adquiere hasta tal punto valor comunicativo, que se convierte ante todo en un signo y sigue siendo objeto sólo en segunda instancia. La moda es uno de esos casos" [5].

Según el humanista italiano, por encima de la funcionalidad utilitaria, cuando compramos ropa nos determina hacia tal o cual prenda la búsqueda de unos signos concretos que los demás van a leer en nosotros. Eco recoge el pensamiento estructuralista del célebre estudio de Roland Barthes, Sistema de la moda, donde leemos:

"En todos los objetos reales, desde el momento en que son estandarizados (¿hay otros?) habría que hablar no de funciones, sino de funciones-signos. Entonces comprendemos que el objeto cultural posee, por su naturaleza social, una especie de vocación semántica"[6].

Ya algunos años antes, el filósofo Erik Petersen, autor de una teología del vestido, había afirmado que el hombre precisaba del vestido, ya que por sí mismo no es inteligible[7].

Cabría, entonces, preguntarse por la verosimilitud del traje como sistema comunicativo: lo que sirve para comunicar, sirve también para mentir. Pero el traje no miente nunca; miente el disfraz. Dado que con el traje puedo adherirme a un grupo social, o rechazarlo negando su código mayoritario con ropas que lo sobresean, creo que podemos decir que el vestido es un arte franco: sólo se viste lo que se admite. Podemos confiar en lo que sus formas nos comunican acerca de sus portadores.


2. Traje: civilizaciónOtros pensadores del ochocientos identificaron vestido y civilización siguiendo a Kant. En su Filosofía de la historia, el filósofo alemán considera el vestido original como una victoria de la razón sobre el instinto porque elimina de la vista los órganos sexuales que excitan nuestra concupiscencia y nos privan del ejercicio intelectual. Frente a otros animales, cuyas apetencias sexuales se manifiestan de forma periódica, en el hombre el deseo se mantiene constante a lo largo de su vida adulta, hecho que tiende a distraerlo de sus aptitudes mentales:

"Pronto encontró el hombre que el estímulo del sexo, que en los animales descansa en un impulso pasajero, por lo general periódico, en él era posible prolongar y hasta acrecentar por la imaginación (...) con mayor duración y regularidad, a medida que el objeto es sustraído de los sentidos. (...) La hoja de parra fue el producto de una manifestación de la razón todavía mayor que la realizada por ésta en la primera etapa de su desarrollo (se refiere a la nutrición)"[8].

Efectivamente, el psicoanálisis ha demostrado que ataviados con túnicas talares de la mañana a la noche olvidamos nuestro cuerpo –objetivo prioritario de los uniformes religiosos– porque no lo vemos y la libido se relaja. Por el contrario, la propia exhibición de nuestros órganos desnudos (pongamos que lucimos una camiseta y unas bermudas), la desnudez manifiesta y el contacto de la piel con los estímulos atmosféricos alientan el erotismo[9]. De esta racionalización del impulso sexual se deriva la libertad del hombre para dedicar más tiempo a la actividad intelectual, pero también una primera idea moral, pues inhibiendo la concupiscencia, la pulsión sexual se acrecienta y la imaginación la idealiza transformándola poco a poco en amor, paso necesario en la socialización de la humanidad a partir de la pareja y la familia[10].

De igual manera, para Hegel lo que distingue al ser humano del resto de los animales es el traje:

"El hombre que tiene conciencia de su alto destino moral, debe considerar la simple animalidad como algo indigno de él; debe tratar de esconder las partes del cuerpo, tales como el bajo vientre, el pecho, la espalda, las piernas, que sirven simplemente para las funciones animales"[11].

Auguste Comte fundamentó la sociedad en el vestido en la 52ª lección de su Curso de filosofía positiva:

"La influencia religiosa ha contribuido mucho a establecer y sobre todo a regularizar el uso continuado de trajes, justamente considerado como uno de los principales indicadores de la civilización naciente, no sólo por el evidente impulso que constantemente supone para las actitudes industriales, sino en tanto que informe moral, donde constituye el primer gran testimonio de la admirable serie de esfuerzos graduales del hombre para mejorar en lo posible su propia naturaleza, y desarrollar la alta disciplina que nuestra razón debe siempre ejercer sobre nuestras faltas a fin de manifestar la superioridad implícita a nuestra propia organización"[12].

A mi juicio, esta opinión sintetiza la visión común de su tiempo acerca del vestido. Por descartado, el pudor sobre la exhibición del cuerpo desnudo ha sido constantemente reforzado por las tesis religiosas que aproximan concupiscencia y pecado. Para Comte, el decoro de sus contemporáneos constituye una evidencia de su superioridad en términos morales, pero también en lo que atañe a cierta idea de civilización que los hombres de la actualidad hemos heredado. El vestido supone la marca de la civilización, distingue al civilizado del salvaje (apréciese la ideología colonial), y al crear en el hombre una necesidad, lo incita a reflexionar sobre ella y perfeccionarla, fomenta el progreso. En efecto, a través de la ropa podemos estudiar el progreso tecnológico de la humanidad, pues su producción ha ido cruzando los diferentes estadios históricos del trabajo: personal, familiar, gremial e industrial. El vestido se convierte en un motor de la imaginación y del pensamiento analítico, al tiempo que pregona las conquistas sociales: ésto es lo más importante para Comte, ese paso de lo natural a lo artificial que se da en el sentido de la supremacía de la razón.

Hubo quien llegó más lejos: “La sociedad está fundada sobre el traje”[13], afirmaba a su vez Thomas Carlyle. Hemos saltado el orden cronológico deliberadamente para terminar hablando de Sartor Resartus (1833), sin duda la obra acerca del vestir más interesante y completa del siglo XIX. De entrada, le debemos la concreción de las tres funciones principales del traje: protección, pudor y adorno, con preeminencia de la última: “el primer objeto de los trajes no es la necesidad o la decencia, sino el adorno”[14].

Carlyle comprende también el vestido como un código de signos, esto es, una sistema convencional para conocer la identidad del otro y compararla con la nuestra. El hombre para Carlyle es un espíritu ligado por lazos invisibles a todos los hombres y las vestiduras constituyen los emblemas visibles de este hecho[15]. Sólo la necesidad de comunión social explica el sentido ritual del vestido. Aquí el pensamiento de Carlyle avanza hasta honduras psicológicas difíciles de enunciar, donde el hombre precisa, so pena de volverse loco, la certeza del ser a través de la evidencia y la concordancia con el otro; en este caso, el traje se convierte en un código imprescindible porque desempeña funciones redentoras ante la soledad de este universo incognoscible:

"La Sociedad navega a través del Infinito, sobre el traje, como sobre el manto de Fausto, o, más bien, como la ola de bestias limpias e inmundas en el sueño del apóstol, y sin esta ola o manto nos hundiríamos en abismos insondables o remontaríamos hasta limbos vacíos; en los dos casos, pereceríamos"[16].

Un siglo después Jean Brun se internará, al modo de Carlyle, en esta psicología poética e indómita al psicoanálisis, proporcionándonos la literatura más hermosa que el vestido haya suscitado nunca. Para ambos pensadores la función primordial del traje no es otra que la de librarnos de esta vacuidad cósmica en que sentimos estar vagando, impotentes y solos, sin respuestas definitivas a las preguntas ontológicas. Traje contenedor de la alteridad[17], contra la indefinición de la naturaleza del ser y de su papel en el mundo, el hombre busca la comunión con sus semejantes por medio de los símbolos y ritos que nos equiparan y pugnan contra la desnudez más dolorosa, el temor al no ser:

"Toda la historia humana, bien sea la de la ciencia, la técnica, el arte o la política, no es otra cosa que la historia del hombre a la búsqueda de vestimentas siempre diferentes que le permitan olvidar que revisten una desnudez siempre idéntica. El hombre no se viste tanto porque desea cubrir su desnudez, como porque no puede librarse de ella"[18].

Todo el libro de Carlyle hace rebosar de desnudez los cálices del pensamiento en todas sus vertientes: moral, política, religiosa, etc.; no sin humor:

"Tenemos bolsas naturales como los canguros? Pues entonces, ¿cómo sin trajes poseeríamos el órgano principal, el sitio del alma, la verdadera glándula pineal del cuerpo social: quiero decir, el BOLSILLO"

El humor es el único respiradero de un libro muy denso, la razón de que esta obra sea a menudo ignorada por la literatura del traje en nuestros días, aunque desborda –acaso hasta el abuso– ingenio:

"Los Trajes, desde el manto del rey para abajo, son emblemáticos, no de la Necesidad, sino de muchas astutas victorias sobre la Necesidad"[20].


3. ConclusionesLa reflexión de Comte no podía ser más acertada. En el mundo no existe pueblo alguno que prescinda del adorno: no existe un solo ser humano en tan vasto planeta que desconozca el traje[21]. No se conoce animal, extinto o viviente, que adorne su cuerpo, como no se conoce civilización o grupo humano, pasado o presente, que haya prescindido por completo del adorno corporal. Incluso entre los humanos menos provistos de ropas, nunca falta un adorno añadido, pendiente, maquillado, tatuado o grabado. Ningún animal transforma su cuerpo con medios artificiales salvo el hombre. El ser humano es el único animal insatisfecho con su configuración natural. El cuerpo natural no le basta y lo niega transformándolo. Posiblemente, por tanto, no sea el lenguaje ni el uso de instrumentos lo que separa al hombre de los animales, sino el traje. Estos también poseen medios para comunicarse con sonidos, y muchas especies emplean elementos externos como instrumentos para obtener comida o simplemente fragmentarla con objeto de facilitar su deglución. Sin embargo, no se conoce animal que decore su cuerpo, como si ellos nacieran con todo el ajuar incorporado y al hombre no le bastara con su dotación natural. Y todo hace pensar que aunque el hombre poseyera unas extensiones tan decorativas como las colas de los pavos reales, seguiría adornándose. En efecto –si me permiten bromear–, ciertas personas, incluso desnudas, no nos resultan desagradables. Dicho de otro modo, si el ser humano no precisa de ningún adorno para la seducción, ¿a qué adornarse?

Inmortalidad. La primera respuesta debe ser la búsqueda de la inmortalidad. Consciente de su mortalidad, porque la conciencia sabe que habita un cuerpo frágil y enfermizo, el animal humano se adosa ornamentos y vestimentas para reforzar su resistencia a la intemperie (por ejemplo, la ropa de abrigo en el invierno entre nosotros, o los velos de los tuareg contra la insolación y los vientos arenosos), su resistencia a los accidentes y las agresiones (por ejemplo, las corazas militares) y su resistencia a las enfermedades (o espíritus malignos para nuestros antepasados, de donde los amuletos). La mortalidad nos recuerda nuestra debilidad, nuestra desnudez frente a los poderes naturales. Nos vestimos, peinamos, maquillamos, tatuamos y escarificamos para cubrir esa desnudez de que nos hablaban Carlyle y Brun.

Belleza Es la menos relativa de las virtudes porque se afirma apenas echando un vistazo a la persona. ¿Quién no querría poseerla, si además mejora nuestras posibilidades progenitoras y sociales? Claro, ahora habría que preguntarse qué es la belleza corporal, que en el párrafo anterior hemos calificado como “la menos relativa de las virtudes”. Esta calificación, en realidad, no se contradice con las metamorfosis corporales a que el traje de moda somete al cuerpo en su devenir histórico. Por encima de los estilos, de esencia efímera, sabemos que existe una belleza objetiva y universal con reglas bien definidas: simetría y proporción, particularmente la aúrea[22]. En el caso de la belleza física humana, los especialistas no dudan en sumar una tercera cualidad: aspecto saludable, el cual mejora cuando el cuerpo manifiesta un peso medio y cierto grado de fortaleza[23]. La fortaleza la interpretamos al mismo tiempo como belleza y resistencia física, dominio sobre lo que nos vuelve mortales.

Comunicación La tercera respuesta es la comunicación. Lo social sólo es posible cuando se posee un repertorio de signos que permitan la comunicación entre sus miembros. El lenguaje verbal no basta. Los humanos, que no cohabitamos una sociedad “programada” como las animales sino una reunión libre (el hombre puede optar por vivir apartado de la sociedad; la hormiga no), necesitamos resultar significativos con nuestra mera presencia, antes de que se produzca el intercambio verbal. Dado que el cuerpo no es inteligible, le aplicamos signos que los demás puedan descodificar. El traje es lo que me permite relacionarme con el otro a simple vista, sin tener que llegar a establecer una conversación que puedo preferir esquivar. De un vistazo, su adorno me dirá qué posibilidades tengo de que una relación entre nosotros prospere: su traje combina signos suficientes para que yo establezca qué es él respecto de mí. ¿De mi sexo o del otro? ¿Es más rico o pobre que yo? ¿Es vanguardista o conservador? Entre tribus urbanas el aderezo puede, además, orientarnos sobre los gustos musicales de su portador. Más aún, el psicoanálisis ha explicado que algunos de los comportamientos relacionados con el vestir aparentemente menos significativos revelan datos de personalidad fundamentales: por ejemplo, las personas extrovertidas tienden a dejar abiertas sus abrigos y chaquetas, o simplemente a desabrocharlas cuando se encuentran en un lugar preservado del frío, mientras que las tímidas acostumbran a mantenerlas clausuradas[24]. ¿Se puede pedir más a un signo?

Los postulados de Carlyle desembocan nuevamente en la consideración del traje como emblema del ser humano, el elemento que lo vuelve inteligible. El hábito sí hace al monje, afirmaba Eco. ¿Puede ser el vestido el espejo del alma? Desde luego, también el traje refleja el idealismo del hombre. Busca en él una adaptación a la belleza canónica de su tiempo y lugar (las entretelas y postizos de nuestras americanas no sirven a otro fin) pero sobre todo un emblema de su pensamiento. El vestido es una orden sobre el cuerpo para que se transforme hasta que el espejo me devuelva la imagen ideal a la que aspiro –no sólo un ideal decorativo de seducción sexual, de prestancia elegante, de contestación, etcétera; depende del sujeto–, y una orden sobre la mente, porque el traje refleja la mentalidad de quien lo viste y refuerza su ideología. Por ejemplo, el abanderado de un desfile tiende a comportarse según cree que conviene a la ocasión, buscando una pose que transmita dignidad y orgullo; pero en cuanto se desprende de la bandera retorna a su humor característico. Con el atuendo cotidiano sucede lo mismo porque constituye una bandera que enarbola el yo subjetivo trasmutado en signo; delata el balance entre cultura indumentaria y prejuicios estéticos de cada portador, su comprensión del protocolo en función del traje que vista y a tenor de la acción simultánea que con él realice y, sobre todo, la simulación más aproximada de su líder ideológico, aspecto muy evidente en la pubertad y mucho más sutil en la madurez.

Veamos en otro ejemplo cómo puede un traje “ordenarme” un comportamiento. Imaginemos un ejecutivo con su traje formal. Al salir de trabajar se encuentra por casualidad con un viejo amigo que le invita a conducirse con él hasta una discoteca porque va a celebrar su despedida de soltero. No sería extraño que en la discoteca nuestro ejecutivo fuera el único que se abstuviera de bailar. El traje no obstruye su capacidad para hacerlo, pero hay algo en él que desanima a nuestro protagonista; no le ordena que permanezca quieto, pero simboliza hasta tal punto una labor y un comportamiento impregnados de seriedad y trabajo profesional, que emplearlo para bailar le resultaría vergonzoso. Por convención, el traje formal denota seriedad. Usarlo para bailar sería un poco como decir palabrotas en misa. Además de una infinidad de connotaciones, el objeto de diseño siempre denota su función[25] y a menudo consigue persuadirnos para que nos comportemos como requiere el caso. Cuando entramos en una sala de espera, nueve de cada diez veces terminamos sentados, aunque no tengamos necesidad de descansar: son tantas las sillas y butacas cuya mera función parece gritarnos: “¡siéntate!”



Con el adorno corporal los humanos perseguimos un ideal imposible de belleza, socialización y resistencia física. Para tan altos propósitos, nos servimos de herramientas tan febles como el adorno, pero ¿qué puede curarnos la fealdad, la soledad y la mortalidad sino los placebos? Además, sin llegar a constituirse en dictador implacable, el traje ordena cómo debemos parecer y ser, además de constituirnos en iconos susceptibles de lectura pública. Traje y mente se corresponden porque mientras sigamos viviendo en una sociedad censora del desnudo, el vestido será el espejo del alma.



NOTAS
1 Hegel, G. W. F., Estética, cit. Descamps, M. A., Le nu et le vêtement, París: Ediciones Universitarias, 1972, p. 63.
2 Hegel, G. W. F., Estética, Barcelona: Alta Fulla, vol. I, p. 425.
3 Ídem, p. 424.
4 De la vida elegante, cit. Descamps, Ob. Cit, p. 63.
5 Eco, U., “El hábito hace al monje”, en AA. VV, Psicología del vestir, Barcelona: Lumen, 1976, p. 9-23.
6 Barthes, R., El sistema de la moda, Barcelona, Gustavo Gili, 1978, p. 165.
7 Peterson, E., Tratados teológicos, Madrid: Los Libros del Monograma, 1966, p. 223.
8 Kant, E., Filosofía de la historia, Madrid: Fondo de Cultura Económica, 1981, p. 73.
9 Cf. Flügel, J. C., Psicología del vestido, Buenos Aires: Paidós, 1964, pp. 112-114. El psicoanálisis ha demostrado que la estimulación cutánea por el viento o el mar conlleva un componente erótico.
10 Kant, Ob. Cit., p. 73.
11 Hegel, Ob. Cit., 1988, vol. I, p. 422.
12 Comte, A., Cours de philosophie positive, vol. V, lección 52, Paris: Schleicher Frères, 1908 (1841).
13 Carlyle, Thomas, Sartor Resartus. Vida y opiniones del señor Teufelsdrokh, Barcelona: Imprenta de Henrich y Cía., 1905 (1833), p. 56.
14 Ídem, vol. I, p. 42. Sobre las funciones del vestido se han ocupado otros autores. Véanse especialmente: Flügel, J. C., Ob. Cit., pp. 11 a 109; y Descamps, Ob. Cit., pp. 71-95. Y después todos los demás: Marañón, G., Vida e historia, Barcelona: Espasa Calpe, 1943, pp. 125-142; Dogana, F., Psicopatología del consumo cotidiano, Madrid: Gedisa, 1984, pp. 104-108; Deslandres, Y., El traje, imagen del hombre, Barcelona: Tusquets, 1985, pp. 17-24.
15 Carlyle, Ob. Cit., vol. I, p. 68; también p. 82.
16 Ídem, p.56.
17 Calefato, P., El cuerpo y la moda, Valencia: Centro de semiótica y Teoría del espectáculo, p. 3.
18 Brun, J., 1977, La desnudez humana, Madrid: Aldaba, 1977, p. 44.
19 Carlyle, Ob. Cit., vol. I, p. 74.
20 Ídem, p. 82.
21 Entendido en sentido amplio, desde una simple cuerda alrededor de las caderas o la mutilación del lóbulo de la oreja hasta los vestidos más suntuosos.
22 Sobre la divina proporción consúltese por ejemplo: Lidwell, W., Holden, K, y Butler, J., Principios universales de diseño. Barcelona: Blume, 2005, pp. 96-97.
23 Cf. Ídem, pp. 26-27
24 Flügel, J. C., Ob. Cit., p. 99-105.
25 Según Umberto Eco, el objeto de uso denota su función: “El objeto de uso es, desde el punto de vista comunicativo, el significante del significado denotado exacta y convencionalmente, que es su función” (Eco, U., La estructura ausente. Introducción a la semiótica, Barcelona: Lumen, 1972, p. 336). Así, por ejemplo, un martillo es el significante de la función percutir. Pero en un sentido más amplio, observa Eco, hay que reconocer que se produce la denotación incluso sin disfrutar de la función, por ejemplo las ventanas ciegas, que no permiten respirar al edificio, o las mangas falsas que cuelgan a la espalda en algunas prendas antiguas como los briales y las lobas. El traje anatómico estimula a moverse, a la vida activa, igual que un traje anti-anatómico (por ejemplo, la falda campana) estimula a posar, a permanecer como una estatua decorativa. Por su mera forma, el traje romántico ya nos explican quiénes son ellos y ellas en la sociedad, su principal función: la de él, activa; la de ella, pasiva.

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